Demóstenes no sólo tuvo que luchar contra su tartamudez, sino contra la vida. Nació en un hogar abandonado, sin educación, ni guía. Cierto día escuchó los argumentos de un orador al defender un juicio y desde ese día, se propuso ser orador pues entendió que la
Oratoria era una hermosa actividad si se la ponía al servicio de la justicia y de la razón. Con estas nobles motivaciones trabajó con ahinco durante mucho tiempo. Se le veia de pie en la playa, increpando, gesticulante a las bulliciosas olas, dirigiéndoles interminables peroratas, pretendiendo dominar el estruendo del oleaje con su voz pálida y chillona. Pero lo más curioso era que lo hacía con la boca llena de piedredtas. Otro día se lo veía trepar observando los movimientos de los actores para copiarlos en su casa frente al espejo. Lo más importante fue que aprendió el arte de argumentar; escuchaba a los holgazanes y mercaderes que disputaban en las calles y luego volvía a su casa, meditaba en lo que había oído y elaboraba los argumentos que usaría en favor de cada una de las partes. Con estos fatigosos ejercicios,
Demóstenes logró superar todos sus defectos y alcanzó la perfección en el difícil arle de la Oratoria.